domingo, 3 de junio de 2007

CIUDADES. Carmen Amoraga



Valencia no es solo una ciudad. Es muchas ciudades cobijadas bajo el mismo nombre que ya hizo llorar a Al Rusaffi cuando hubo de abandonarla. “ La nostalgia por ella y por los míos me hace sufrir”, se lamentó el poeta en el siglo XII. Si ahora levantara la cabeza, seguiría escribiendo versos para lamentar su dolor. Por Valencia. Sufriría al ver una ciudad que esconde la basura bajo la alfombra del relumbrón de las obras fastuosas y que se vende al exterior negando a las otras Valencias que acoge la Copa del América, la que festeja el cambio de escudería de Fernando Alonso, la que muestra orgullosa su nuevo “sky line” mientras da la espalda al “hipermercado de la droga” a dos pasos de las nuevas calles, la Ciudad de las Artes y las Ciencias rodeada de basura y chabolas, los barrios históricos con amenaza de derribo para prolongar avenidas impersonales. Una ciudad con muchas ciudades, como casi todas.

Pero, por ese mismo motivo, por el envoltorio brillante de la ciudad, si Rusaffi tuviese la oportunidad de volver convertido en forastero en lugar de habitante, disfrutaría de Valencia. La de las calles llenas de gente y de ruido, la de la luz prodigiosa, la de las fachadas de cara recién lavada que despiden al viajero que se marcha sobrecogido por una ciudad que, seguramente, no esperaba tan bella.
Conocer Valencia no es fácil. Elegir es renunciar cuando el tiempo apremia y hay mucho por ver. Por eso, es preciso mezclarse con su gente. Pasear entre el bullicio del mercado central, ese imponente monumento modernista que muchos turistas visitan como si fuera un escenario de cartón piedra en lugar de un mercado real en el que los valencianos siguen comprando, hoy igual que hace siglos. También es preciso asomarse a la catedral, recorrerla en medio de ese silencio sepulcral que sobrecoge, seas o no practicante, y descubrir el santo Grial entre las joyas que custodia.
Pero más preciso todavía es recorrer las curvas imposibles del barrio del Carmen, en plena Ciutat Vella, fruto de la herencia que dejaron las murallas que rodearon la ciudad, la musulmana del siglo XI y la cristiana, trescientos años más tarde, y que, a lo largo de su historia, han compartido adoquines con huertas, con arrabales, con refugios de musulmanes, con prostíbulos, con asentamientos gremiales, y han sido el hogar de la aristocracia medieval, de conventos, de proletarios, de marginales. Todo ese pasado ha ido dejando su poso en la arquitectura, como las viviendas de los antiguos trabajadores de las fábricas de la calle Gutenberg, en los palacios de la calle Caballeros o en el portal de la Valldigna, en el tortuoso dibujo de las calles, o en sus propios nombres, hasta que, por fin, en los últimos años de bares, de pubs, de cafés, de restaurantes, de juventud, de la modernidad, muchas veces para disgusto de los vecinos, que han decidido emprender una muda protesta contra el ruido a base de pancartas colgadas en los balcones con una demanda que es más que una crítica: “Volem dormir”, piden. No lo tienen fácil.
Ese particular lenguaje de los balcones se da en calles como Roteros, Alta, Baja, Bolsería, Caballeros. Sobre todo Caballeros. Bajo los carteles, de noche, se escuchan ladridos de perros, la música que sale de los locales o de las guitarras de músicos ambulantes, voces que anuncian rosas, lecturas de manos o de cartas, risas, amigos que llaman a otros. De día, el ritmo es distinto, el ruido diferente. Es ruido de mujeres que van a la compra a otro mercado, al de Mossèn Sorell, o a la tienda de frutas del Zahonero. De hombres trajeados que entran y salen de los palacios reconvertidos en empresas de construcción. De jóvenes que buscan ropa o un piercing, un café a media mañana. Es ruido de los restos arqueológicos que aparecen por doquier, sin aviso, en cuanto se excava, igual da que sea para buscar un tesoro que para colocar un ascensor en un edificio, de nuevos para disgusto de los vecinos. Valencia es así. Esa parte de su hechizo ausente en las guías turísticas.
Valencia ha sabido reinventarse, hasta romper con los tópicos de la tierra de las flores, de la luz y del amor. Ha sabido salir de un cuadro de Sorolla y hacerse tridimensional, en toda su magnitud, con sombras, pero también con luces.
Valencia no es sólo traca, fallas, música o flores. Valencia no es sólo una ciudad. Son muchas. Y si levantara la cabeza, Al Russaffi seguiría escribiendo versos para expresar su amor por la ciudad, porque ese es el auténtico poder de seducción que tiene Valencia.

1 comentario:

TeresaLT dijo...

Sin ninguna duda me quedo con el barrio de El Carmen, con la música incluida, porque si lo declaran zona ZAS perderá gran parte de su magia, dejará de ser una zona increible por la que pasear una noche de sábado, y me niego a ir al puerto o a otras zonas. No molesta el ruido de los pubs, bares o discotecas, sino el que provocan aquellos que recorren estas calles sin respeto por nadie.